Era inevitable, el olor
de los almendros amargos le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados. El doctor Juvenal Urbano lo percibió desde que
entró en en la casa, todavía en penumbras, a donde había acudido
de urgencia para ocuparse de un caso que para el había dejado de ser
urgente hacía muchos años. Lo recordaba como si fuera ayer; era
primavera y le avisaron para atender un accidente. Una gran
hemorragia de sangre emanaba de la pierna al paciente; un hombre, que
rondaba los cincuenta años, con el pelo canoso con la ropa de trabajo
rasgada y un rostro en el que se reflejaba el dolor.
Se dirigió hacia el médico y le preguntó con una voz temblorosa si saldría de esta y se podía recuperar. El médico decidió no mentirle; tendría que someterse a una intervención quirúrgica en la que su vida corría peligro...
Se dirigió hacia el médico y le preguntó con una voz temblorosa si saldría de esta y se podía recuperar. El médico decidió no mentirle; tendría que someterse a una intervención quirúrgica en la que su vida corría peligro...
Era inevitable, el olor
de los almendros amargos le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados. El doctor Juvenal Urbano lo percibió desde que
entró en en la casa, todavía en penumbras, a donde había acudido
de urgencia para ocuparse de un caso que para el había dejado de ser
urgente hacía muchos años. Necesitaba ver a aquella chica de ojos
marrones que cuando era niño le curaba los dolores típicos de
cualquier niño pequeño. Aquella chica, hoy ya mujer, le trasmitía
una sensación buena cada vez que le miraba con esos ojos sinceros y
tímidos. Era bailarina y cada vez que se movía, provocaba en él
la admiración constante. Su cuerpo se movía al son de la música y
él cada vez se iba enamorando más y más de ella. No fue capaz de
decírselo nunca, porque pensaba que, si lo hacía, acabaría con su amistad. Estaba hecho un lío; no sabía a dónde ir, o qué hacer.
Solo quería escapar de todo y huir. Por eso decidió mudarse a un
pueblo al Norte de España, a Cantabria. Allí podría ser feliz. Y
lo fue.
Viví un montón de
aventuras pero cuando me aburrí, hice las maletas y me fui a vivir a
otro lugar. Cuando iba en el coche, sin darme cuenta, atropellé a un
animal. Después de esa escena me di cuenta de lo que quería a los
animales así que lo primero que hice, una vez que estaba instalado
en mi nuevo hogar, fue comprarme un pájaro y un perro que me
hicieran compañía en los largos inviernos en soledad. Alguien que
me quisiera por lo que soy y no por mi dinero. Aquella sociedad me
había demostrado que la felicidad había que pagarla. Por eso decidí
hacerme ermitaño junto con mis animales. Me mudé al campo y
organicé una granja llena de animales, entre los que tuve especies
exóticas. El día a día no estaba exento de sorpresas. Aún
recuerdo cuando se me escapó un toro y tuve que salir corriendo tras
él. En una de esas salidas conocí a un ermitaño y nos hicimos muy
amigos; compartimos muchas tardes juntos y fue pasando el tiempo y
fortaleciéndose la amistad hasta que llegó a convertirse en un
hermano para mi.

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